Monday, January 09, 2006

Del Idealismo

En hacernos humanos, la fuerza de la creación nos ha dejado sin muchas de las ventajas poseídas por los otros animales de la naturaleza, específicamente los dotados físicos que les permiten sobrevivir; pero sospecho su anhelo no era nuestra supervivencia, sino nuestra supremacía benéfica en el sistema cerrado que es nuestro mundo—para tal, esa fuerza nos otorgo capacidades intangibles y, por lo tanto, difíciles de enumerar y medir. Somos, en corto, conciencia y corazón del mundo, y al aceptarlo en capacidad comunal tomamos el peso de estas responsabilidades al hombro. A cambio de hormiga trabajadora que batalla, vive y muere miembro de un ejercito solo por la ventaja de una, y a cambio de hambriento reptil capaz de devorar su propia cría para disminuir la competencia, nosotros debemos balancear nuestros deseos personales inmediatos contra el futuro, nuestra necesidades familiares con el bienestar comunitario, nuestros sueños terrenales a luz de celestial justicia y compasión. El peor enemigo en la batalla a conseguir este máximo deseo es la avaricia—y nuestro mejor guía es el idealismo socio-económico e intelectual que nace del reconocimiento de nuestras debilidades personales y nuestras inextinguibles capacidades generales. Juntos, somos la mano de Dios.

Lamentablemente, el enemigo, siendo interno, toma uso de nuestras propias fuerzas para esclavizarnos y—pero aun—cegarnos a sus propósitos, tramas y estrategias, y en la confusión de tales planes, se apodera de nuestras mejores intenciones para crear conflicto, pleito y guerra. Todos deseamos mas, lo que no es malo, pero esa avaricia que ahora amenaza con ahogar al idealismo en ese mar de triunfos y tesoros nos previene conseguir el mas alto de todos los estados disponibles a la humanidad: el de felicidad no tenida por la sangre y las lagrimas de aquellos que mas contribuyen a tal felicidad. El que tiene la mano vacía quiere llenar su mano; el que tiene la mano llena quiere llenar sus brazos; el que tiene los brazos llenos quiere todo lo demás. Y todos consideramos esto divina obligación, bajo pretextos sociales, religiosos, económicos, morales—hemos divisado al horizonte una cambiable ética que podemos moldear y controlar cual brisa en vela para empujar la barca de nuestra avaricia a todo puerto ajeno que podamos piratear. Damos valor a la vida porque eso es todo lo que necesita para que la podamos comprar; y, siendo así, ¿Qué queda de lo que no nos podamos adueñar? Esta contra-fuerza es la que engendra jerarquías, dominios e imperios. Comprendemos correctamente que nuestro triunfo a corto plazo requiere el fracaso de nuestro prójimo, ignorando que el triunfo a largo plazo requiere la colaboración y consentimiento de aquellos de los que mas dependemos.

Con el próximo paso en la eliminación de esta dependencia, hemos creado el alto objetivo capitalista de la globalización, dañando sistemas estables económicos locales por el beneficio de los apoderados. Esta centralización, susceptible a las debilidades de sus encargados, tal cual aquella que llevo a su ruina a los soviéticos, es templada ahora con las fuerzas mercantiles que nacieron en Europa después del renacimiento, ignorando el bienestar de las multitudes por venir solo por la ganancia de los pocos que hoy estamos—ignorando las penas que tales presiones ponen sobre las masa obreras en los países productores para el beneficio de los países consumidores, y aun allí solo para el beneficio de pocos. Hemos bastardizado el significado de la democracia por la cual batallaron nuestros abuelos y nuestros padres y hecho con ella las cadenas con las cuales la mayoría someterá a las minorías que serán nuestros hijos, todo con nuestras propias manos, soñando ignorantemente que llevaremos a nuestros hijos a ser los carceleros y no los presos, sin darnos cuenta que los dos están atados a las mismas cadenas. Y por esto estamos hoy en conflicto: interno y externo; lateral y vertical—con adversarios a cada costado—todos supuestamente batallando por los mismos meritorios finales: patria, paz, y libertad.

Hay muchos, y habrán mas, que toman armas como ultimo recurso en contra de sus propios hermanos en búsqueda de la justicia que consideran debida ya por mucho tiempo, olvidando momentáneamente en su furia que no se puede matar a la pobreza y que el sufrimiento del enemigo no nos trae felicidad. ¿Cómo culpar al hombre honesto por estar dispuesto a dar su vida para mejorar la de otros? El que toma armas contra él tiene que considerar la posición que tal decisión indica. ¿Quién batalla contra la justicia en nombre de ella misma? Aun aquel que ve en las acciones de sus prójimos insensatez debe considerar el nivel de desesperación que ahí los trae. Es comprensible que tomen esa acción aquellos que ya por mas de quinientos años han sufrido bajo el injusto dominio de amos mas y mas parecidos a ellos mismos, mas y mas cercanos a su propia situación—muy a menudo sus propios hermanos tan agradecidos de haber sido permitidos membresía a la clase dominante que resultan ser los peores opresores. Esta guerra de ellos no es su propio fin, sino el método final de traer al ojo publico su intolerable condición. Su solución es simple: justicia, pero no aquella que requiere igualdad, pues esa es infinitamente inestable, sino la justicia que demuestra equivalencia, significado, y tolerancia. No siempre a todos de acuerdo a su necesidad; no siempre de todos de acuerdo a sus habilidades; pero casi siempre si. La nueva democracia debe ser moderada por el idealismo: la mayoría cede por el beneficio de todos; la minoría comprende que la superioridad económica es debida enteramente a la contribución de la mayoría. Dependiendo de perspectiva, nadie es siempre parte de toda mayoría: a todos nos toca ser parte de alguna minoría tarde o temprano. Nunca idílica, la nueva democracia es el producto de arduos esfuerzos por ambos partidos para conseguir la sabiduría que la inteligencia abandonó, y la fuerza que el estoicismo ignora.

El ímpetu necesario para tal cambio no nace espontáneamente, ni nace de la absurda e imaginaria superioridad en la que el provincialismo se basa. Nada se logra con excesos. La fuerza gradual que lleva a la semilla a germinar debe ahora actuar sobre la sangre que nuestros abuelos y nuestros padres plantaron en la tierra misma que los vio nacer, desde Sonora hasta Tierra del Fuego, de mar a mar a mar. Millones y millones de corazones en búsqueda de la mejoría, de libertad y mas aun en búsqueda de paz. ¿Qué mas impresionante fuerza puede haber que tantos millones en la unida labor de parir un mundo nuevo? Y no en un desquiciado sueño de imposibles metas, sino en la básica generación de las necesidades que nuestro pueblo mismo puede crear. No hay en tal multitud espacio suficiente para aislarse, para ignorar la ola que nos lleva a todos en una dirección u otra inevitablemente. Es a riesgo propio que tratamos de pensar que tal ola respetaría fronteras, barreras reales o imaginarias. Es a riesgo propio que cualquier gobierno piensa legislar su inexistencia. Y siendo la manifestación física de los mas básicos derechos que la creación misma nos otorga, no hay religión capaz de disminuir su espíritu. Van los que vengan—y los que no, conocerán la verdadera fuerza del huracán causado por tantos millones de suspiros. Pero, aunque imparable, tal fuerza puede ser dirigida—y debe serlo—en la trayectoria que nuestros padres y los suyos fallaron a reconocer. Es un exceso imperdonable tratar de utilizarla solamente en búsqueda de la liberación de uno solo—hombre, pueblo o país.

El aislamiento que creó la debilidad que ahora opaca el triunfo cubano es el resultado de las fallas de nuestros padres. Ese pudo ser el ejemplo necesario para impulsar la victoria popular en el resto de las américas, pero ahora es solamente la demostración del camino que debemos evitar. La vida de la violencia, como única posibilidad al triunfo, es la clara demostración de falta de real soporte popular, pues no hay gobierno capaz de gobernar el la ausencia de los gobernados. Tomemos como ejemplo el resultado de aquellos países que fueran parte de la unión soviética en finalmente cortar las cadenas de sus previos amos, que a pesar de sufrir la inevitable inestabilidad de una democracia imperfecta, han plantado las semillas de una prosperidad inimaginable bajo el control de un partido, una mente, un amo falto de humanidad y compasión. Consideremos también las posibilidades que la unión europea les ha otorgado a sus ciudadanos con solo reducir las barreras que sus fronteras representan. Es esta unidad, tan imperfecta como es hoy, lo que les llevará a grandes triunfos—pues ya (por fin) han regresado a ser rivales dignos del último superpoder que queda en el mundo. Tal vez, si lo consideran bien, los países de este hemisferio se den una oportunidad similar.

No hay solución fácil. La prosperidad económica que se consigue siguiendo las reglas que llevaron a los países anglo-germánicos a la supremacía los dos últimos siglos es efímera y mal ajustada a la realidad mulata y mestiza de nuestras junglas y playas. Deberemos ser mas creativos que ellos en saltar sobre la industrialización mecánica e insensible y adaptarnos directamente a la tecnología y comercio del futuro. Pagamos con las vidas de nuestros hijos nuestra falta de visión. Lo mejor de nuestra situación es considerar que por primera vez en muchos siglos, nuestra mejoría no se conseguirá en conflictos ni guerras—sino que a través de colaboración. La decadencia de los que fueron superpoderes no es necesaria para nuestra mejoría, aunque ayude, y su inestabilidad es contraproducente a nuestro progreso, así que al ayudarles nos ayudamos—aunque el motivo sea político y sarcástico como el de Venezuela.

Esto requiere que veamos a nuestros vecinos no como competidores en el mercado mundial, sino como socios, tal vez hermanos, cuyos triunfos ayudan a solidificar nuestros triunfos. Tal vez algún día los estados unidos de américa no sean estos estados unidos, y américa sea aplicada en mejor contexto. Habrá mucho que hacer para conseguir esto: la eliminación de la corrupción será una primera etapa—tan difícil como parece, no es meta, sino un paso a una meta mayor—y la creación de superestructuras económicas y sociales que trasciendan barreras políticas y naturales. Quizá lo mas difícil será la redefinición del patriotismo a un termino mas inclusivo y capaz, que sea adaptable y bondadoso, que busque mas la belleza de nuestra individualidad como parte de la comunidad que nuestra supremacía en un mar de inferiores.

Quizá algún día lleguemos, en verdad, a amarnos los unos a los otros. ¿Quién llora en Montevideo cuando un huracán pasa por Matagalpa? ¿Quién está dispuesto en Tamaulipas a perder tan solo una comida para que alguien que no tenga pueda comer en Coronel Oviedo? No es que se necesite santidad para conseguir este triunfo, es mas que el triunfo prevendrá la necesidad de tal santidad. Es precisamente cuando veamos esto, como comunidad hemisférica, que lograremos la meta mayor: dejar de ser pueblitos pobres (aunque alegres) con poca industria (aunque ardua) y un provincialismo arcaico que nos pesa alrededor del cuello como piedra de molino, y empezaremos a ser la fuerza, el alma, la conciencia de este mundo.

Y eso es un ideal digno de nuestros hijos.

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