Tuesday, June 21, 2005

Una y otra vez

Al principio, pensé que no era mío. La enfermera me enseño un paquetito bien apretadito, ya limpio; solo se veían su pelito café claro y sus ojitos grises. Su carita, todavía hinchada por las hormonas a las que el parto lo expuso, lo hacia parecer si no blanco, chino. Dicen que casi no lloró al nacer. Yo llegué unos minutos tarde—ella nunca dura mas de dos horas en parto (ya ha tenido tres hijos) y el duró una hora nada mas. Para cuando llegué del trabajo al hospital ya había nacido. El nació casi a las diez de la mañana. Todavía en el cuarto donde todo sucedió, los encontré ya calmados, descansando, sonriendo. Me senté en una silla al lado de la cama—ella entre dormida y despierta; el bien despiertito, sus ojos investigando el mundo nuevo a donde lo habíamos traído sin pedirle permiso y sin darle explicación.

Lo saludé y le di un beso. Traté de hablarle usando el nombre que habíamos pensado darle, pero no funcionó. Después de meses de entrenarnos, mi hija nos había convencido darle otro nombre—traté el nombre nuevo, y ese si lleno mi boca bien: Andre, dizque fuerte, y aunque no físicamente, ha demostrado que su temperamento es así. El niño es un santo, calmado, aguantador y al mismo tiempo travieso y juguetón. Le doy mil gracias a Dios por traérnoslo, aunque trajo con él tantas dudas.

La historia viene así:

Lo debí haber sospechado desde el principio, pero se me escapó. Ella nunca fue muy romántica. Aun cuando nos casamos y después nació mi hija, ella quiso ser una mujer muy liberada, lo cual no era suficiente para sospechar nada. Queriendo yo mismo ser progresivo, acepté su manera de ser. Trabajé como idiota para pagarle su escuela. Cuando salio de la escuela, le di trabajo. Según yo, todo iba bien. No me di cuenta hasta que la niña tenía tres años.

Un día, salí del trabajo temprano para llevar a mi cuñada a visitar a su novio. La muchacha era amable conmigo y siendo el jefe, yo tenía mas que suficiente tiempo libre para llevarla. El muchacho, también árabe, me caía bien; en aquel entonces, él estaba trabajando en construcción a mas de una hora de distancia, y el carro de mi cuñada no aguantaba el viaje. Durante el viaje, ella le habló tres veces para avisarle donde estábamos, y para platicar un rato. Por supuesto, la plática siendo en mi carrito, me era imposible evitar oír todo lo que ella decía y la mayor parte de lo que él le contestaba. La mayor parte de lo que dijeron era el usual intercambio entre enamorados, con besitos y otras caricias verbales—pero un par de los comentarios me hicieron un poco sospechoso. El le preguntó de mi mujer, de su horario, de cómo puede ser que yo tenga tanto tiempo libre, que si no le preocupaba que pudiera yo aparecerme sin avisar, y esas cosas.

Para la tercera conversación entre ellos, yo ya sabia de que estaban hablando, y sin mucha interrogación, conseguí que mi cuñada me diera los detalles de la infidelidad de mi mujer. Resulta que un hombre preocupado por proveer lo que su familia necesita y trabajando hasta dos turnos al día no le da suficiente atención a su mujer—y mujeres que no reciben atención en casa la buscan en la calle.

Un año. Después de cuatro, estaba dispuesta a tirarlo todo a un lado por las caricias y un poco tiempo de un extraño que conoció una vez que salio con sus amigas a un TGI Friday’s. Atendían la misma universidad. Mientras yo trabajaba para pagarle sus estudios, ella andaba de manita sudada por toda la ciudad con su nuevo novio. Todos nuestros amigos sabían. Toda su familia sabía. Todos. Esa noche me lo admitió, buscando comprensión de mi parte.

Ella, protagonista de todos mis sueños pornográficos, amor de mi vida, participante principal de todas mis fantasías (sexuales y no), quería comprensión. Ella, que sabía como yo odié las indiscreciones de mi padre y a quien yo le juré jamás serle infiel. Mi Beatriz, mi Julieta, mi Penélope—¿Cómo explicarle que me dolía más? No era tanto que le diera el cuerpo, porque eso no se gasta. Me dolió mas que aun sabiendo cuanto me dolía no podía esconder esa ilusión en sus ojos cuando me contó todo.

El pendejo fui yo. Un mes traté y no pude quedarme. Por supuesto, en ese mes, sabiendo cuanto la quería y mas que todo como para pagar la indiscreción se me entregó completamente—una orgía para dos mas por culpa que por ganas. El cuerpo no se queja, pero el corazón no aguanta. La que lo usa como paga no se da cuenta pero se convierte en puta, y nadie quiere una puta antes de apagar la luz.

Mi hija tenía tres años. Todavía se acuerda del último día. Ese día no peleamos. En la mañana me levanté, lavé mi ropa, cociné un pequeño desayuno para los dos. Mi mujer no se levantó hasta las diez (típico, diría yo, de la nueva vocación que estaba desempleando). Todo listo, me subí a mi carrito y me fui. Recuerdo la imagen de mi niña llorando, solo moviendo su manita en el aire en mi retrovisor.

Al final de ese mes, la que fue mi mujer me llamó para avisarme que estaba embarazada y para decirme (de su propia cuenta y sin que yo le preguntara) que era mío. En todo caso, en California no importa de quien sea. Estando casados cuando el niño nació, era mío sin importar quien fuera el padre.

Al principio, pensé que no era mío. La enfermera me enseño un paquetito bien apretadito, ya limpio; solo se veían su pelito café claro y sus ojitos grises. Su carita, todavía hinchada por las hormonas a las que el parto lo expuso, lo hacia parecer si no blanco, chino. Dicen que casi no lloró al nacer. No importa—al cabo yo ya había llorado suficiente por los dos. Siempre ha sido el tranquilo. Así nos pagó Dios por todas las noches sin sueño que le dedicamos a la niña y su cólico. Ella, con sus decisiones, sus órdenes, sus demandas—él, siempre dispuesto a ver que viene, complaciente y tranquilo. Ella la mandona—él dispuesto a ir al cine a ver que película se nos antoja ver. Y si no hay ninguna, nos vamos a Starbucks a tomar un café y platicar un rato. El que aprendió a comer cebollas solo porque le gustan a daddy.

Ayer fue el día del padre. Mis hijos me lo celebraron en la manera normal: con regalitos baratos que compraron con el poco dinero que habían juntado, con tarjetas hechas a mano en la escuela, y con besos y abrazos. Fuimos al cine; vimos tele. Platicamos un rato y tomamos café.

No soy muy buen padre. Es casi injusto que siendo tan descuidado como soy me quieran tanto. Pero me quieren. Siempre he dicho que no hay mejor redención que la otorgada por los hijos: uno vive su vida lo mejor que puede, pidiéndole a Dios que sus hijos lo perdonen. Los míos ya no son tan niños, a pesar de su edad. Ayer, así aburrido (dirán) o tranquilo (tal vez), y tal vez sin querer queriendo, mi hija y mi hijo me dieron el mejor día de los padres que uno pueda querer.

4 comments:

mili said...

ufff....conmovedora historia. Sabes a nuestros papás siempre los vamos a querer.... y mucho

melinama said...

We always love our dads and moms, no matter what happens, no matter what we say. They will always love you and that is one of the many miracles we can be grateful for. Another beautiful post.

Ana María said...

¡Que triste! Pero tan tierno a la vez.

Me has emocionado.

Besos dulces.

Great Pretender 11 said...

Me alegro que tengas tan buena relación con tus hijos.

Yo a mi padre hay cosas que no le perdonaré.

No es que haya abusado sexualmente de mí, sino que se haya intentado desentender de nosotros, su familia, rehuir su responsabilidad.

Creo que los hijos son una responsabilidad demasiado grande, por eso tengo planeado no tener.

GP